El último verano

Nunca me ha gustado escribir. Tampoco me gusta el fútbol, y sin embargo, aquí estoy.

Mi hermano pequeño se llama Daniel. Es el único rubio de la familia, y no hablaba demasiado. Era arisco e introvertido, y siempre lo podías encontrar jugando con un balón en el patio trasero de mi casa. Le fascinaba. Chutaba la pelota, la recogía y le daba toques en el aire como todo un profesional. Era lo único que parecía interesarle, ya que tampoco era muy aplicado en la escuela.

Toda la familia intentó acercarse a él de una forma u otra, pero nadie lo logró. Era como si una burbuja le aislara del mundo, y para mis padres fue algo casi traumático. Quisimos pensar que era algo de la edad, que no todos los niños pequeños se desarrollaban de igual manera, pero su comportamiento fue empeorando con el tiempo.

En 2006 mis padres contrataron a un profesional como último recurso. Se llamaba Fernando García, aunque todos nos referíamos a él como doctor García. Era un hombre delgado y esbelto, joven para su profesión, y español hasta la médula. Trabajaba por unos honorarios desorbitados, y quizá fuera esa la razón por la que no me cayó bien. Eso sí, se ganó al resto de la familia con su encanto natural.

Así pues, el doctor García (o Doc, el mote que le había impuesto con mofa) venía tres horas diarias a casa a hablar con mi hermano. Comenzó en verano, por lo que Dani se pasaba todo el día jugando a la pelota. El médico se acercaba, el crío le echaba con rabia o le ignoraba y así repetidamente.

Al mes yo ya me estaba desquiciando. Pagábamos una fortuna a Doc y Daniel seguía igual. Mi madre decía que estas cosas llevaban tiempo, y que debía de ser paciente. Al poco el doctor García nos recomendó que le apuntáramos a algún deporte de equipo. Aquello fue el colmo. Estallé como una niña pequeña delante de todos y le incriminé que era un inútil y un sacacuartos. Mi padre evidentemente se puso hecho una furia conmigo, y me obligó a disculparme. Lo hice a regañadientes, con los dientes apretados y los brazos cruzados.

En el transcurso de todo aquello Doc no dijo nada. Se quedó mirando a la familia inexpresivo, se despidió, y se marchó sin más. Después de aquello no volvimos a verle.

Me enviaron con mi abuelo, a trabajar en el campo el resto del verano. Entendí que era mi castigo por haber perdido el favor de aquel psicólogo, así que no opuse pegas. Abandoné mi casa al día siguiente; y aquella misma semana Daniel comenzó a ir a fútbol, el único deporte que ofrecían en mi modesto pueblo.

Mi hermano mejoró. Para cuando terminó la estación y regresé a casa, ya sonreía. Me dio incluso un abrazo al volver, y me emocioné tanto que rompí una lámpara del aparador, para desgracia de mi madre.

Al año ya se comportaba como un niño normal. Nunca supimos exactamente cuál era el mal que le atormentaba, pero imagino que la respuesta la tendrá Doc, esté donde esté. Y querido doctor, si estás leyendo esto, que sepas que me arrepiento cada día por lo que dije, y que le salvaste la vida a Daniel. Solo por eso tienes mi eterno agradecimiento.

Nunca me ha gustado el fútbol, ni escribir. Y sin embargo, ahora y años después; estoy redactando estas letras y viendo el mundial con mi hermano, rodeados de amigos, palomitas y bufandas rojas. Sé que es irónico, pero, ¡qué demonios! No podía dejar que esta historia se pudriera en el olvido.

Ahora, cada vez que veo un balón, no puedo evitar acordarme de aquel verano; y en lo mucho que un simple objeto puede unir a las personas.

España acaba de marcar gol. Daniel se levanta pletórico y me abraza con fuerza, derramando su cerveza y chillándome en el oído. La verdad es que no podría importarme menos.

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